La ciudad elegida fue Vigo. No es una ciudad especialmente bella como destino veraniego pero pensaba en un hotel donde a lo lejos pudiera levantarme viendo las Islas Cíes. Ese hotel, con gusto antiguo, estaba situado frente al puerto marítimo donde tantos y tantos gallegos marcharon a las Américas. Pasear por ese casco antiguo un tanto decrépito no consiguió estimular mucho mi ánimo pero al menos había cambiado de aires. Mientras tomaba un café observaba escrupulosamente a todo aquel que pasaba. En aquella terraza se cruzaban niños, abuelos, jóvenes... y todos ellos me incomodaban. Me recordaban mi soledad. “Todos tienen una vida, menos yo”, pensaba para mis adentros. Y era así, no tomar decisiones, evitar sentir afecto y darlo era uno de mis mayores temores en la vida y desde luego consiguió aislarme cada vez más del mundo. En el fondo sentía envidia de todos aquellos que reían y paseaban, ya nunca volvería a ser uno de ellos.
Envidia sana-me decía, pero
esa autojustificación no me deparaba ninguna paz. Ahora no, imposible. Ante mí misma no podía fingir; además, me acordé de mis lejanas clases de latín, de un texto en que aparecía una variante de oxímoron: la Contradictio in adjecto. Pues eso, lo de “envidia
sana” no era más que eso, una contradicción en el adjetivo, una lastimosa
contradicción. La envidia nunca podía ser sana, si acaso moderada, por convenir
en que un sentimiento así podía admitir gradación positiva.
La idea de verme a mí misma
como una envidiosa, no obstante, me avergonzó. Y la perspectiva de sentirme una
frustrada, una amargada de la vida me horripiló de tal forma que decidí dejar
de pensar y centrarme en el mundo visible: el ventoso y soleado día de verano, los culos de los que paseaban por el paseo
marítimo, los códigos QR en un poste publicitario o en el costado de una
furgoneta frigorífica, el éxito del carril bici recientemente inaugurado en la
ciudad, las transparentes gotas de agua del mar que al chocar en el rompeolas a
intervalos de treinta segundos, remontaban el vuelo como canicas arrojadas al
aire por la mano juguetona de un niño díscolo. Empecé a darme cuenta de que
observar el exterior era mejor que no hacerlo; además, me reconciliaba con mi
deseo de evitar sentir afecto y darlo, que era uno de mis mayores temores. Esto,
sin embargo, no debió ser suficiente pues decidí marcharme y dejar para otro
momento esa novísima actitud contemplativa ante la vida. Ni siquiera esperé a
que el camarero viniera a mi mesa a entregarme la cuenta. Me dirigí hacia la
barra y la pedí con una voz que no me oía desde hacía muchas horas. Carraspeé
para aclarar, emití una interjección moduladora, me salió una vocecita
inaudible, una especie de grito silencioso, luego un exabrupto, y por fin mi
voz clara y sin arrugas. Pero al camarero todo esto le pareció una especie de
jeróglífico, y me miraba como quien mira la piedra Rosetta con gafas de sol
detrás de un retén de turistas chinos armados de cámaras fotográficas. La
confusión se disipó enseguida. Un plato pequeño con la cuenta se deslizó sobre
la vitrina del mostrador bajo el cual un bogavante con las dimensiones de un
bolso de mano articulaba sus afiladas pinzas en el
mismo momento que sacaba mi monedero.
Era hora de volver al hotel.
Pretendía ver el atardecer desde el ventanal con vista a las Islas Cíes. Había
abrigado la melancolía de ver tenderse el sol en las playas de esos islotes. ¿A qué había venido si no? Crucé una pequeña plaza, pasé ante una
iglesia, dos iglesias, tres iglesias, -una más y me pongo a gritar-me prometí,
y lo siguiente fue una oficina de Caixa Galicia. Esto hizo que el momentáneo
mal humor se transformara en asco. -Mira que es feo un cajero
automático, y gris, y frio, y poco ecológico. Al pronunciar esta última palabra
comencé a evocar mentalmente actos que fueran poco ecológicos: la explosión de
un pozo de petróleo, una fuga de gases tóxicos en una planta nuclear, los vertidos
de desechos de productos químicos al mar… pero corté la enumeración en este
punto pues habían acudido a mi mente las palabras de un humorista de moda:
“no hay cosa menos ecológica en el mundo que pegarle a una foca con un lince
ibérico”.
Había demasiados cajeros
automáticos. Los centros históricos de las ciudades de nuestro país poco
distaban unos de los otros por culpa, entre otras cosas, de la presencia de
esas terribles máquinas que escupen dinero y te preguntan indiscreta, cansinamente
en qué idioma deseas operar, como si nos fuese dado aprender uno, dos,
tres idiomas distintos de una vez para otra. Un anciano tecleaba su número pin
con la mano derecha, mientras con la zurda
protegía el dígito secreto de miradas indiscretas, o peor, de cámaras
ocultas. Me conmovió esta imagen: la imagen de la inseguridad ciudadana, del miedo, de
la vulnerabilidad amenazada, la imagen desvalida de la desconfianza. Y como
queriendo huir de ella doblé hacia la perpendicular, una calle ancha y peatonal
donde se oía el tema “Romance in Durango” interpretada por una joven artista
callejero. Por lo general los artistas callejeros destrozan aquella canción que
tocan, pero, ciertamente, este no lo hacía mal:
No llores mi querida
Dios nos vigila
Soon the horse will take us to Durango
Agarrame mi vida
Soon the desert will be gone
Soon you will be dancing the fandango.
Dios nos vigila
Soon the horse will take us to Durango
Agarrame mi vida
Soon the desert will be gone
Soon you will be dancing the fandango.
Un policía municipal le
hacía gestos de que parara y lo conminaba a acompañarlo, allí no podía estar. ¡Era
increíble aceptar que fuera eso lo que daba mala imagen en el centro de la
ciudad! Un poco violentada y sin ninguna razón para el optimismo me metí en un
bar de copas, también urgida por la necesidad de sustituir esas visiones y esos
pensamientos por otros nuevos y, a poder ser, de otra laya. Eran las ocho menos
cuarto de la tarde, aún podía entretenerme una hora más hasta volver al hotel.
El pub se llamaba “20
Century Rock”. Estaba iluminado con luces naranjas. A primer golpe de
vista divisé un jukebox de los años 70, una máquina expendedora de coca cola también
de los años 70. En los laterales se disponían unos divanes de escay color bermellón
de difícil datación; además, colgaban guitarras acústicas del techo. Chocaba
la presencia de una Harley en una esquina donde hubiera sido más evidente
encontrar un escenario con un solitario músico de country. Definitivamente, Johnny
Cash redivivo andaba en el ambiente.
Aun era temprano, en el 20 Century
no había nadie, ni barman siquiera. Mejor así, podría mantener mi cómoda
actitud pusilánime y evasiva. La cortina estaba en movimiento detrás de la
barra. De un momento a otro - imaginé- aparecería un macilento sesentón, calvo y
con melena blanca, un ojo con glaucoma y el cuerpo invadido de tatuajes. Era como
esperar a que el waiter fuera el primo de Johnny Winter, pero no. Apareció una
preciosa mujer de 34 años con el pelo muy rizado, ensortijado podría decirse, y los ojos vivaces. Llevaba
sombrero tejano y camiseta corta que revelaba al aire un vientre lisa y llanamente
perfecto. Justo debajo del ombligo llevaba tatuado un caballo alado.
- ¿qué le pongo?
- Four Roses con Seven up en
vaso ancho, por favor-respondí, clavando la mirada en la figura de un indio
cheroqui esculpido en madera de cerezo americano.
- Te vale sprite?- balbució la
camarera con suma suavidad pues adivinaba la timidez de la clienta
- No. Con coca cola entonces-
dije sonrojándome como si hubiera algo hostil y destructivo en mis palabras.
Al día siguiente volví al
20 Century después de haberme tomado tres Four Roses con Seven Up en el bar del
hotel, por supuesto, sin mediar palabra con nadie. Luego había caminado por las
calles sin un rumbo fijo, a la deriva, merced a mis atormentados pensamientos.
Si hubiera logrado olvidarme por un instante de mí misma habría sido feliz.
Entré en un establecimiento de comida iraní para llevar. Comí un kebab
preparado con arroz jazmín y pollo, sentada junto a la estatua de un militar a caballo.
Lloré como se llora cuando una no se siente observada, con toda sinceridad.
Después volví al 20 Century. Estaba a punto de cerrar pero la camarera del día
anterior me sirvió un Four Roses en vaso ancho. No hablábamos, solo bebíamos. La
camarera también. La situación sin ser ridícula tampoco parecía natural.
-¿El servicio, por favor?
- al fondo, a la
izquierda-me dijo con los ojos muy
abiertos. De inmediato salió de la barra y cerró las puertas del
establecimiento.
- Ah, ya cierras, enseguida
vuelvo, necesito ponerme sombra de ojos
Entré en el servicio, saqué
del bolso un estuche con pinturas, un pintalabios carmesí, rimel, un lápiz y
colorete. Con todo ese arsenal sobre el lavabo me dispuse a la labor de
reconstrucción. Había llorado, tenía un aspecto deplorable. Con el lápiz dibujé
los contornos. Maquillar mi inseguridad me hacía sentir menos indefensa. Elegí
sombra negra que es la que mejor contraste hace con mis ojos verdes. Me
estudié el semblante, los gestos. Sonreía, entrecerraba los ojos y abría la boca evaluando
el trabajo realizado y el posible impacto que iba a causar sobre la primera
persona que me viera; porque la mujer que era recién pintada era una mujer
nueva, desprovista de pasado. Nunca se tienen dos oportunidades de dar una
primera buena impresión. Me apliqué colorete en las mejillas y me pinté los
labios meticulosamente, abandonándome a la ilusión de que conocería a alguien importante en mi vida, de que unos ojos ávidos,
deseosos se posarían en los míos.
La metamorfosis estaba casi
por completar. Me retoqué el pelo, me incliné, acerqué la cara al espejo y me
miré fijamente a los ojos y lo que vi me dejó perfectamente turbada. A mi
espalda la camarera de pelo rizado me clavaba sus ojos astutos con un gesto de
furia inexplicable, entre agresiva y lasciva. Era el gesto del atrevimiento, el
de la total entrega a un riesgo ya asumido otras veces. Una mano en el pomo cerraba
la puerta, la otra acariciaba los muslos de la mujer que aun sostenía una barra
de labios entre sus dedos. La lujuria de la camarera consistía en actuar y no
abrir la boca, en su silencio pertinaz. Yo, por mi parte, me sorprendí
callando con más propiedad aún, pues era la receptora y la víctima. Pero… ¿víctima
de qué? ¿de quién? ¿de mí misma? Era presa de mi carácter en el cual no había
ningún futuro. No me atrevía a hacer frente a nada, ni siquiera a mis deseos,
ni siquiera a aquella que ahora mordía mi cuello y besaba mi hombro hasta
hacerme estremecer. Tampoco me atrevía a volverme, la observaba a través
del reflejo del espejo. Qué miedo el mío. Me había bajado la falda, me
desnudaba con una firmeza en que era perceptible un ansia reprimida, la codicia
de la carne. Me abría las piernas, me chupaba, manoseaba mis pechos intocados,
mi culo redondo como un día de verano. Aquellas horrendas madejas de pelo
rizoso cosquilleaban por mi espalda una y otra vez, la lengua larguísima se
afanaba en las caderas, en el sexo. Pero no me hubiera vuelto así me
hubieran sodomizado. Temía que al volverme quedara petrificada de
espanto. Temía que restallara en mi dorso, como un látigo, una insoportable
verdad. Temía que la visión de la realidad me estallara en la
cara en mil dolores pequeños. El temor y la autocompasión me hicieron
llorar como una Magdalena. Y las lágrimas fueron la cristalización de mi entrega,
la supuración de todos mis complejos, el desahogo a la tensión acumulada.
Limpia ya de todo mi pasado, levanté las rodillas para dejar la falda y las
bragas caer, despojándome así de lo que quedaba de mi amargura. Solo entonces
me giré y quedé al fin frente a mi compañera. La miré con ternura y le clavé el lápiz de ojos en el cuello hasta matarla. Pegaso voló libre de su sangre.
4 comentarios:
Solo puedo decir que ¡¡me encanta!!
¿Para cuando el libro, artista? :)
Gracias Rebeca, me encanta que te encante, eso quiere decir que no es malo del to jjj. Besos
Muy bueno!!! enhorabuena máquina..;-)
Gracias, Anónimo. Por cierto, felicidades por tu Lazarillo de Tormes
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