viernes, marzo 03, 2017



En 2001 vivía felizmente en Granada. Tenía la preocupación sólo de estudiar y aprobar las asignaturas de mi licenciatura, pero los ratos de ocio los dedicaba a leer y caminar.  Descubrir la ciudad que entre lágrimas y suspiros dejó Boabdil en manos del cristiano se convirtió en mi placer predilecto. "Las ciudades,- ya lo dijo Borges- son libros que se leen con los ojos de los pies". Me di al ejercicio de paseante, paseante en una ciudad encantada y única. Los altos cármenes, Sacromonte, Alhambra, Generalife, San Miguel Alto, Bajo, Ermita de los Tres Juanes, Termas de Santa Fé, Víznar, Vereda de la Estrella. Si el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, aquel que yo creía ser convertía en poesía todo lo que en mis ojos se espejaba. No hubo rincón desconocido a mis ávidos paseos... tampoco hubo reina mora, de esas que pululan en esta ciudad en primavera, ajena a mi más alta admiración.
Una Mañana, de marzo sería, una de estas hermosas huríes vino a mi casa, sita en la muy granaína y arabesca calle de San Juan de Dios. No es que me solicitara de acompañante para comprar pañuelos de seda en la alcaicería, o que quisiera mostrarme las estancias encantadas de su palacio nazarí, no; su pesquisa eran unos apuntes de paleografía que necesitaba urgentemente.
Nunca fui indiferente a la belleza y la de esa diosa era sencilla, inconsciente, pues ella ignorábala como la azucena ignora la botánica o el colibrí la ornitología.


Escrito en Granada no recuerdo cuándo

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