En
2001 vivía felizmente en Granada. Tenía la preocupación sólo de estudiar y
aprobar las asignaturas de mi licenciatura, pero los ratos de ocio los dedicaba a leer y
caminar. Descubrir la ciudad que entre lágrimas y
suspiros dejó Boabdil en manos del cristiano se convirtió
en mi placer predilecto. "Las ciudades,- ya lo dijo Borges- son libros que
se leen con los ojos de los pies". Me di al ejercicio de paseante, paseante en una ciudad encantada y única. Los altos
cármenes, Sacromonte, Alhambra, Generalife, San Miguel Alto, Bajo, Ermita de
los Tres Juanes, Termas de Santa Fé, Víznar, Vereda de la Estrella. Si el rey
Midas convertía en oro todo lo que tocaba, aquel que yo creía ser convertía en
poesía todo lo que en mis ojos se espejaba. No hubo rincón desconocido a mis
ávidos paseos... tampoco hubo reina mora, de esas que pululan en esta ciudad en
primavera, ajena a mi más alta admiración.
Una
Mañana, de marzo sería, una de estas hermosas huríes vino a mi casa, sita en la
muy granaína y arabesca calle de San Juan de Dios. No es que me solicitara de
acompañante para comprar pañuelos de seda en la alcaicería, o que quisiera
mostrarme las estancias encantadas de su palacio nazarí, no; su pesquisa eran
unos apuntes de paleografía que necesitaba urgentemente.
Nunca
fui indiferente a la belleza y la de esa diosa era sencilla, inconsciente, pues
ella ignorábala como la azucena ignora la botánica o el colibrí la ornitología.
Escrito en Granada no recuerdo cuándo
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