La mañana del día de nochebuena amaneció muy fría, casi helada. A eso del mediodía las temperaturas subieron un poco y un sol muy
lejano pero luminoso creó la ilusión de calor en las plazas. Pasaron las horas
y una vez que el poniente anunció su promesa de sombras, allá por el Parque del
Oeste, el frío sobrevino aún más recio e inclemente que al amanecer.
La
gente, sin embargo, poblaba las calles. Un río de luces iluminaba los bulevares.
La Gran Vía, en otro tiempo amenazada y desierta, blanco de los bombardeos de
la aviación nacional, era ahora un hervidero de criaturas urgentes, de seres
que caminan presurosos y hacían gran esfuerzo por no tropezar entre sí.
El ritmo de la gran ciudad es
este. Nunca cesa el trajín, es la costumbre. Las mujeres observan los
escaparates de las tiendas. Los hombres las acompañan, fuman, toman el vermut
en una taberna cualquiera, tal vez en la taberna en que Manolete conoció a Lupe
Sino o en la que Manuel Machado alimentó su dionisíaca afición al vino. Los
niños cantan, gritan, inquietos como de común. De
eso parece que se queja esa mujer negra, de cuyo brazo cuelga un enanito de
pelo hirsuto y acaracolado. El niño pugna por desasirse de su madre, quiere ir a
sentarse en el sillón del betunero. El betunero está recogiendo sus cremas,
hormas, cepillos, el modesto trono, todo el puestecillo al que llama con cierta
sorna ‘mi pequeña empresa ambulante’.
Francisco,
que así se llama este betunero, se instala estratégicamente a la entrada del
Cine Capitol, uno de los pocos cines legendarios que aún quedan en Gran Vía. Ejerce
la profesión con histórico orgullo y prefiere, a limpiabotas, llamarse betunero,
del mismo modo que el dentista desprecia el término sacamuelas o el mecánico aprieta
tornillos. Él dice que frente a la tecnificación en los procesos de producción
y las nuevas tecnologías invadiéndolo todo, los viejos oficios ambulantes como
el suyo mantienen cierta significación filantrópica y una finalidad de conservación de la
identidad cultural.
Son
las nueve y Francisco se dirige hacia su casa, un estudio en una sola pieza
situada en Tirso de Molina. Se va quejando del frío, tal vez vaya un poco
malhumorado de saber que nadie le espera una noche como esta. Al bajar por
la calle Montera suena su teléfono. Cinco minutos después cambia de sentido bruscamente,
algo ha pasado. Se dirige de nuevo a Gran Vía en busca de un taxi. Dos lágrimas
muy agrias le queman la cara. Era su tía Paloma:
-Paco, tengo una mala noticia
que darte, tu madre…
Ahora
va apesadumbrado, confuso, no sabe qué frío es cual, uno le hiela la cara, las
manos, el otro la sangre. Es cierto que esperaba la noticia de un
momento a otro, los 95 años eran enfermedad que no tenía cura, pero la muerte
de una persona querida siempre nos coge de sorpresa por muy fino y frágil que fuera el hilo de su
vida y por muy afiladas que estuvieran las tijeras de la parca.
Ángeles,
su madre, había sido una mujer muy del Régimen, conservadora en sus ideas,
católica en sus creencias, tradicional en su educación. Una conducta intachable
y discreta había marcado su vida en un amplio piso del castizo distrito de
Chamberí. Casó muy jovencita con un alto cargo del ejército que al poco se
convirtió en uno de los líderes de la rebelión militar del 36. En el 37
enviudó. Un misterioso accidente de aviación dejó sin padre al niño que juntos querían tener. Tras ese duro golpe pensó que debía hacer algo y en los
primeros años de la década de los 40 ingresó en el Auxilio Social, asociación
de beneficiencia donde se daba un plato de sopa fascista a los niños huérfanos
de la guerra.
La relación con su hijo
siempre había sido difícil. Ella hubiera deseado otro camino para Paquito, otra
salida era posible, medios no le habían faltado, apoyos tampoco. Todo le venía
dado, solo tenía que seguir el guión, el
mapa era claro, la ruta muy segura, el tesoro una brillante carrera de abogado, ampliación de estudios en una prestigiosa
universidad Europea o norteamericana y
luego volvería a España a defender los
valores del glorioso régimen franquista. Sin embargo la mujer vivió a disgusto.
Paco se matriculó tarde y a regañadientes. Una vez licenciado no se fue a Inglaterra,
ni a Estados Unidos. No hizo nada. Se dedicaba a leer y a dormir. Frecuentaba sin
mucha felicidad los bajos fondos de la ciudad, los círculos literarios, los
cafés de medio pelo, las casas de citas. Llevó una existencia un tanto
fantasmal, muy distante de todo y de todos; incluso llegó a creerse, no un
muerto, pero sí menos real que aquello que lo rodeaba: una ciudad sórdida y
llena de contrastes, donde en unos barrios las tabernas rebosaban de alboroto y
fiesta (toreros, artistas, famosos…) y en otros, como en Ventas, la gente se
consumía en cárceles inhóspitas. Pasaron los años y un día decidió, algo muy
incomprensible para doña Ángeles, matricularse en Historia. Eran los primeros años de los
setenta, el ambiente andaba muy crispado y no había disturbio, revuelta o
manifestación que a Francisco resultara ajena. Andaba inmiscuido en las
asambleas estudiantiles y en los sindicatos que éstas alentaron. En más de una
ocasión tuvo Ángeles que acudir a comisaría a salvar a su niño del oprobio de
verse detenido (y tal vez encarcelado) invocando con el índice apuntando al
cielo el respetadísimo nombre de su difunto esposo. La historia de cómo pasó de
licenciado en Derecho e Historia a limpiabotas es una historia de rebeldía
familiar y de una especie de nihilismo existencial.
La
mañana del día 4 de enero ha amanecido muy lluviosa. Después de un verano
caluroso y un otoño seco el agua se había convertido en un recuerdo, en una
nostalgia casi. Pero esta mañana, las hojas de los árboles parece que ríen al contacto fresco y húmedo de
la lluvia, sus troncos se limpian de una pátina monóxido que tan desangelados y
deprimidos los tienen. Porque los árboles también se pueden deprimir, basta que
observemos sus ramas alicaídas, sus hojas sin color, su tronco mugriento y
sucio, y aunque en su aspecto externo no lo advirtamos, en su fuero interno
padecen enfermedades espantosas, la sabia está infecta, corrompida por lo que sale de los tubos de
escape.
Francisco
está en casa de su madre. Su tía paloma le muestra los objetos de la
difunta para que se lleve lo que quiera. Ahora la tía dice que saldrá a hacer
unas compras para el almuerzo. Francisco se queda solo, la cara apoyada en las
manos. No sabe qué hacer. Abre un cajón. Crema de manos, un rosario, un viejo
reloj, un cofrecillo de madera adornado con caracolas, dentro collares,
pulseras y un anillo. Despierta su curiosidad una carpeta clasificadora con un encabezamiento
que dice: “Auxilio Social”. La abre y encuentra recortes de periódicos, del “Arriba”,
todos los artículos hacen referencia al “Auxilio Social”. En cada archivo
ordenado cronológicamente por años desde 1940 hay un listado mecanografiado de
los niños republicanos que ingresaron en el hospicio del Auxilio y al margen de
cada nombre aparece escrito a mano la procedencia de cada uno, su fecha
aproximada de nacimiento, sus nombres anteriores de republicanos y sus nuevos
nombres de criaturas regeneradas y salvadas de la enfermedad comunista. De pronto ha acudidido a su cabeza una sospecha, un negro presentimiento a su corazón.
Fuera,
la lluvia golpea furiosamente los aleros, a los nueve segundos del relumbre del relámpago retumba el trueno. Se va la luz. En esta penumbra se le encienden todas las
llamas de la mente. No es posible-se dice, cuando comprende que realmente
sí lo es. La luz de la lámpara vuelve a encenderse. Retoma la lectura
de la carpeta que le dirá quién es y quién no ha sido en absoluto. El dedo viaja
nervioso entre los nombres, entre las páginas, 1941, 1942, 1943…, en el listado
correspondiente al año 1947 contempla su nombre. Al margen se lee “Hilario
Rodríguez Galán. Hijo de Federico y Dolores, el primero fallecido en 1938 en el
Ebro, la segunda desaparecida”. Debajo, con letra muy pequeña aparece una
palabra, un nombre geográfico, el del pueblo donde nació.
Muchas cosas pasan por la
cabeza de Francisco el betunero, a cuál más angustiosa. La perplejidad de no ser quien ha creído ser toda la vida lo paraliza. Su madre lo había
engañado, porque ocultar la realidad es una forma de engaño, quizás un engaño
más profundo y consciente que la mentira corriente. Ahora puede atar cabos
sueltos, ahora se comprende a sí mismo, esa desazón que lo había acompañado
siempre, ese sentirse desligado de todos, ese desarraigo que se le imponía
desde dentro, inconscientemente. Había querido a su madre, es cierto, pero ella
nunca comprendió su actitud, no supo ver en su rebeldía el hueco deshabitado de
su truncada infancia.
Francisco
se dirige al pequeño despacho de la casa de su madre. Busca un mapa, no es
necesario que registre de esa forma la librería, uno inmenso cuelga de una de
las paredes. Está nervioso. Localiza lo que anda buscando tras una breve
pesquisa. Se ducha, se afeita. Está dispuesto, lo ha decidido mientras el agua
caliente le resbalaba por el cuerpo y oía el rumor de la lluvia en los
batientes: se va al sur en busca de su origen.
Con
ese solo pensamiento, burlando tormentas y tormentos, se echa a la calle, pide
un taxi, a Renfe por favor. El tren parte puntualmente a las 6 de la tarde, a
las 8:30 llegará a la capital de la comunidad sureña. Si tiene suerte a eso de
las 9 podrá coger un autobús que lo lleve a la provincia vecina y una vez en el
pueblo buscar un hostal donde pasar la noche. En el transcurso del viaje piensa
si no ha concedido demasiada credibilidad a una carpeta abandonada, pues a fin
de cuentas no es más que eso. También da en suponer que Dolores pudo haber
muerto asesinada en aquellos años de dura represión. Tampoco es descabellado
imaginar a Dolores embarcado hacia el exilio, a Méjico por ejemplo, o a Puerto
Rico, quién sabe.
Todo es posible pero tiene
que intentarlo. Siempre puede encontrar en el pueblo a un familiar, algún conocido, algún documento,
algo.
Al llegar a la estación de
Santa Justa toma un taxi que lo va a llevar directamente a su destino pues
considera improbable que un autobús haga ruta a ésas horas.
A
las siete y media de la mañana del día de cabalgata despierta Francisco en una habitación
de hotel, en una cama que no es la suya pero que le ha hecho dormir el sueño de
los justos. Se ducha y sale. Las calles de este pueblo huelen a desayuno, a
chimenea, a panadería, a decencia, a mundo por estrenar; estos árboles no están enfermos, esa casa parece
recién encalada, el último grillo de la noche entona un son monótono, hay rosales
en las jardineras, parece de mentira esa luna en el altozano, qué silencio…, pero
no, gallo de la aurora, no rehúses cantar, alza tu clarín de plata, dinos
el nuevo día; y tú, alegre campana, salúdanos desde tu puesto privilegiado, muy
buenos días pueblo de sierra.
Francisco pasea para hacer
tiempo, desayuna en una cafetería, luego se dirige al ayuntamiento. Lo atiende
una mujer de mediana edad que se queda pensativa cuando le pregunta por Dolores
Galán. Se levanta y va a hablar con el secretario. Luego vuelve con el último
censo de población en la mano.
-Hay dos personas registradas
con ese nombre: la primera nacida en 1920, la segunda en 1979.
-Por favor dígame algo sobre
la primera.
-Llamada Dolores, viuda desde 1938, su
marido murió en la guerra. Tres años después se la dio por desaparecida. Con el
paso del tiempo hemos sabido en este ayuntamiento que Dolores embarcó hacia
Argentina. En el año 78 volvió a pasar una temporada en el pueblo. Compró un cortijo situado en una pequeña urbanización a tres kilómetros de aquí donde pasaba las vacaciones, pero las temporadas en él se fueron prolongando, hasta hoy que está completamente instalada con su marido que es argentino. A
veces viene a verla su hija y familia. Ya es muy anciana pero aún se le
ve en el pueblo haciendo alguna compra.
-No necesito saber más,
muchas gracias, han sido muy amables.
Francisco,
visiblemente emocionado, camina en dirección a la urbanización. Al cabo de media hora se encuentra con un cruce de caminos en el que se distingue una
venta. En ella vuelve a preguntar por Dolores. El ventero le señala una “colá”
paralela a la carretera que le conducirá hasta un caserío enjalbegado, con ventanas de color verde, frente al cual, una vez
cruzada la carretera, hallará un cortijo cercado de balaustradas blancas.
-Allí vive esa mujer que me dice. En estos pueblos tan pequeños todo el mundo se conoce, amigo.
-Gracias a Dios que es así-, piensa Francisco.
El chalé está guardado por un perro pequeño que sale a su encuentro con una bravura inversamente proporcional a su tamaño. Los ladridos incitan a dos niños a salir de la casa y llegan hasta él. Un anciano se queda entre las jambas de la puerta, una mujer de la misma edad mira tras una ventana acristalada. No es costumbre que un desconocido pase por allí.
-Allí vive esa mujer que me dice. En estos pueblos tan pequeños todo el mundo se conoce, amigo.
-Gracias a Dios que es así-, piensa Francisco.
El chalé está guardado por un perro pequeño que sale a su encuentro con una bravura inversamente proporcional a su tamaño. Los ladridos incitan a dos niños a salir de la casa y llegan hasta él. Un anciano se queda entre las jambas de la puerta, una mujer de la misma edad mira tras una ventana acristalada. No es costumbre que un desconocido pase por allí.
Hola,-dice Francisco.
Hola,- responde el hombre sin
acercarse y sin mover un pié del umbral de la puerta. El silencio se hace
incómodo.
-Mire usted, me llamo
Francisco, bueno no, eso creía hasta que… ¿vive aquí Dolores Galán?
-Si, es mi mujer ¿qué querés
vos de ella?,
-Pues me gustaría, cómo
decirle, preguntarle una única cosa ¿puedo pasar?
Dolores ha oído la
conversación desde dentro y en este punto sale a escena:
-Yo soy Dolores, formule
usted esa pregunta y haga el favor de marcharse.
-Enseguida señora, ¿ha conocido
usted a alguna persona llamada Hilario, Hilario Rodríguez Galán? Ese es mi nombre..
A la anciana le cambia la cara,
las manos sarmentosas buscan apoyo donde poder contener los temblores, la
mirada se le pierde en un punto indeterminado, los ojos parecen dos sombras, como
si no viera a través de ellos o como si estuvieran mirando hacia dentro y no
hacia fuera. Un escalofrío le recorre el cuerpo y siente emoción y miedo al
mismo tiempo.
-No, no recuerdo a nadie con
ese nombre, ¡márchese por favor!
Francisco queda
desilusionado y con la actitud glacial de las personas que tiene frente a sí y que
lo miran con curiosidad pero desde una lejanía embarazosa.
-Nada más, perdonen las
molestias y gracias por responder a mi
pregunta.
Se ha dado la vuelta y ya se
va. Ideas contradictorias pasan por su cabeza. Se siente ridículo y torpe, ¿cómo
ha podido creer semejante cuento?¿cómo ha caído en la torpeza de viajar hasta
allí buscando una madre desconocida, tal vez ficticia?¿acaso estas historias no
son cosa de películas y de cuentos de navidad en los que todos acaban muy
felices reunidos al calor de la lumbre en la casa familiar? No se perdona a sí
mismo la ingenuidad, las ilusiones fundadas, la creencia gratuita en un sueño
tan vaporoso e irreal. Ahora volverá a la ciudad, a su pequeño reducto en Tirso
de Molina, a sus zapatos en Gran Vía..
-¡Señor, señor, espere!-le
dice un niño rubio y en bicicleta- mi abuelita
quiere que vuelva, que ha olvidado usted algo.
Están todos reunidos alrededor
de la mesa: Dígame señora, qué es lo que he olvidado.
No, no eres tú el que ha
olvidado algo hijo, soy yo.
Las lágrimas ruedan por los
rostros, la rabia se mezclada con la alegría..
Siéntate hijo mío, hay dos
vidas que contar.
La
noche buena fue una mala noche, el día de navidad no trajo nacimiento sino muerte
pero la noche de reyes una mujer y un hombre han recibido el mejor regalo que
pudieran imaginar. Esta es su historia, pero también es la historia de un
encuentro casual, un encuentro que no llegó a producirse para tantas y tantas
personas separadas por las crueles circunstancias históricas de un país
castigado por odios y rencores. Vidas escindidas por la iniquidad de unos
gobernantes vehementes, niños separados de sus madres por una idea macabra.
Dadas
las circunstancias de sus vidas es triste pensarlo, pero esta madre y este hijo
deben sentirse afortunados.
UN ENCUENTRO CASUAL
UN ENCUENTRO CASUAL
José Luis Rodríguez Mulero
c/ Teniente Peñalver, 69
Prado del Rey
(Cádiz)
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